Por la revalorización del gasto público

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Por Albert Calderó

Sir Winston S Churchill

Ante la crisis, parece haber acuerdo tanto de los expertos como de las distintas opciones políticas  en que la deuda pública no debe superar cierto tamaño, y en que el déficit público estructural debe desaparecer.

Luego empiezan los desacuerdos. Desde posiciones liberales se defiende sobre todo la reducción del gasto público, y de los impuestos,  y desde posiciones socialdemócratas y keynesianas se tiende a preferir el incremento del gasto público, y de los impuestos.

Pero en nuestro caso creo que la mejor solución no es la primera ni la segunda, sino otra mucho más elemental y radical: la mejora de la calidad del gasto público, la mejora de la productividad del gasto público: que por los mismos impuestos las instituciones públicas sean capaces de mayores y mejores servicios públicos,  de hacer más con menos; que el gasto público sea más generador de valor y menos consuntivo:  que se revalorice el gasto público.

Cuando se gasta dinero público en un aeropuerto que nunca tendrá aviones o en una autopista o un tren que usa  y usará muy poca gente, es como si echáramos  enormes cantidades de dinero público por la alcantarilla.

Cuando se gasta dinero público en pagar salarios a algunos funcionarios que no dan golpe y encima molestan, sin que nadie tome medidas al respecto, es como quemar todos los meses, durante años y años, el dinero público en la plaza pública. Y también se quema dinero público en la plaza pública por la pérdida de motivación y productividad de los buenos funcionarios que se desmoralizan ante la impunidad de los gandules.

Cuando se habla de modernización pero solo se gasta dinero, mucho dinero, en comprar carísimos equipamientos informáticos para no se sabe qué, pero al mismo tiempo se mantienen sistemas organizativos estamentales y corporativos de hace doscientos años con el resultado final de una falta de productividad patética, se consigue gastar ingentes sumas de dinero, tanto en la inversión como en el funcionamiento, con muy poco provecho social.

Cuando se hacen recortes salariales indiscriminados a los buenos y a los malos funcionarios al mismo tiempo se ahorra algo de dinero, pero se pierde mucho más valor público: Se envía a todo el funcionariado el mensaje de que no importa cómo lo hagas, eres una nulidad tanto si lo haces bien como si lo haces mal.  Hay algún ahorro, pero el saldo final en valor público es negativo.

Cuando se ahorra dinero en atenciones sociales de pura humanidad pero se sigue gastando dinero en fuegos artificiales y en conciertos musicales gratis total, no sé si la resultante final es de ahorro o gasto, pero sí sé que la resultante final en términos de valores públicos es para echarse a llorar.

Durante muchos años hemos vivido un incremento espectacular del gasto público, pero esto también ha permitido dejar para el futuro las necesarias reformas, los inevitables cambios organizativos y las imprescindibles mejoras de eficacia del sistema público. Y también ha permitido en general gastar en todo y sobre todo en lo más fácil.

Pero la política más fácil de gastar en lo más fácil y ahora recortar en lo más fácil tiene grandes riesgos ahora. Cuando había dinero para todo se podía tolerar el dispendio. Ahora que hay muy poco dinero, que se recorte en lo necesario, que se siga malgastando en lo trivial y que nadie de la clase política se atreva ni siquiera a plantearse la mejora de la eficacia de las instituciones públicas, es una auténtica bomba de relojería en el corazón de la convivencia social.

La consecuencia inevitable es el descrédito de la clase política, que esperemos que no acabe convirtiéndose en descrédito del sistema político. El espectáculo público de la insistencia en la torpeza de las decisiones de gasto en plena crisis, la incapacidad de reacción y de regeneración institucional ante el dramatismo del paro, de los desahucios  y de la pobreza creciente nos trajeron el 15M, que no fue mucho más allá de la catarsis emotiva. La siguiente explosión social puede ser más grave.

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