En las instituciones públicas no puede haber transparencia si no hay orden

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Por Albert Calderó

Desde hace un año está publicada la Ley de transparencia, acceso a la información y buen gobierno. Está publicada, pero no es muy vigente. Casi todo el contenido que genera obligaciones para las instituciones públicas no ha entrado en vigor hasta hace pocos días, y en las comunidades autónomas y las entidades locales aún les queda un año más de tiempo antes de que les sea obligatoria: Es costumbre arraigada en España que cuando los poderes públicos se generan nuevas obligaciones a sí mismos se den un plazo muy largo para cumplirlas.
 
¿Cómo es eso de que las instituciones necesitan un año o más para cumplir una ley que simplemente dice que unas informaciones que ya poseen, las tienen que hacer públicas? ¿Tan complicado es esto?
 
Bueno... Lo que pasa, en muchas instituciones, es que mucha de la documentación que deben hacer pública... no está hecha. Aunque en muchos casos hay leyes que desde hace muchos años dicen que es obligatorio tenerla.
 
¿Cómo hacer público el organigrama si no hay organigrama?
 
Pongamos un caso muy claro. La ley mencionada dice que las instituciones deben hacer público su organigrama. Algo muy sencillo y que es bien razonable hacer público: en el organigrama debe quedar definido en cada institución cuál es la jerarquía, quién es responsable de cada departamento y servicio, y quién tiene el mando de quién. Lo más elemental en cualquier organización privada o pública.
 
Pues bien, esto tan elemental, y que algunos ayuntamientos ya hace muchos años que tienen, no lo tienen en muchos otros ayuntamientos medianos y pequeños, y tampoco en algunos grandes. ¿Cómo es esto? Pues no lo tienen porque no es tan fácil hacerlo.
 
A nivel político la ley dice que para distribuir responsabilidades entre los miembros del equipo de gobierno hay que hacer delegaciones del Alcalde, y que deben ser muy específicas; si no son muy precisas y claras el alcalde sigue siendo el responsable de todo. Y muchos alcaldes quieren y no quieren: Les gustaría repartir responsabilidades, pero a la vez no les gusta perder el control. Los altos funcionarios entonces les convencen de hacer delegaciones muy ambiguas, donde no queda claro si se delegan responsabilidades o no. Y por tanto legalmente no han sido delegadas. A los altos funcionarios les va bien que el alcalde sea el único responsable de todo, porque es más sencillo convencer a una persona que a muchas. Pero entonces no conviene aprobar ni hacer público un organigrama, porque, a ver, cómo se dibuja en un organigrama esta ambigüedad de que en teoría hay muchos responsables, pero en la práctica no...
 
A nivel administrativo el problema es otro. Por un lado hay una cultura jerárquica tradicional, que considera que los técnicos han de mandar a los no técnicos, y que los funcionarios de los cuerpos estatales han de mandar a todo el mundo. Pero eso no lo dice la ley, y está bien que no lo diga, porque quien debe mandar, en cualquier organización, es quien sepa y además asuma la responsabilidad de hacerlo.
 
A muchos funcionarios de los cuerpos estatales y a muchos técnicos les gusta mandar, pero no les gusta asumir responsabilidades. Les gustan los derechos que conlleva el mando, pero no las obligaciones. Quieren tener el derecho de mandar. Pero no la obligación de dirigir a la gente, de guiarla, de corregirla, de enseñarla, de echar una bronca cuando alguien hace algo mal.
 
Por otra parte los funcionarios saben muy bien que el mando conlleva también responsabilidades en los procedimientos. Quien firma un informe o una autorización es responsable, y si no lo hace bien puede haber consecuencias. Incluso puede terminar en la cárcel. Por tanto a muchos funcionarios no les gusta nada firmar, prefieren decidir ellos pero que firme otro.
 
De este modo a muchos funcionarios "de arriba" ya les va bien que no haya organigrama, cuando quieren mandan y, en general, se les hace caso. Sin responsabilidades ni consecuencias. Y si no se les hace caso no pasa nada, paciencia.
 
Cuando no está claro quién manda en una organización se pierde mucha eficacia; se manda muy poco, y todo el mundo sigue las rutinas y tiende a autoorganizarse de la manera más cómoda que puede. El resultado es una baja eficacia y un bajo rendimiento generales y sistematizados. Y el día en que se trabaja se pierde un montón de energía en negociaciones y en gestiones "diplomáticas", porque se tiene que conseguir poner de acuerdo a la gente en hacer lo que hay que hacer.
 
Cuando hay organigrama, a veces no se cumple
 
En las organizaciones públicas grandes sí hay organigrama, hay uno muy grande. Hay una cadena de mando definida, y oficial, y muy larga: Por ejemplo, en una comunidad autónoma, desde el Presidente hasta un funcionario de base habrá casi siempre un Consejero, a veces también un Viceconsejero, y un Secretario General, un Director General, un Subdirector General, un Jefe de Servicio, un Jefe de Sección y un Jefe de Negociado. Total, ocho o nueve niveles jerárquicos.
 
Hay muchos niveles jerárquicos, pero lo que no es nada seguro es que haya jerarquía. Es decir, formalmente hay organigrama, pero a menudo, muy a menudo, no es de verdad. En realidad, la mayoría de mandos por debajo de Consejero están encerrados en su despacho casi todo el día trabajando de técnicos, y ejercen el mando lo menos posible, porque eso de mandar a la gente es muy complicado y muy desagradecido. Por tanto formalmente hay organigrama y hay muchos mandos, pero a menudo en realidad hay muy poca jerarquía, al igual que en las instituciones pequeñas y sin organigrama que hemos visto antes. Todo el mundo quiere que le nombren para un puesto de mando por el aumento (exiguo) de sueldo que supone, pero lo que es ejercerlo muchos no lo hacen, y no les pasa nada.
 
Por otra parte, si algún ingenuo nombrado para un puesto de mando tiene la ocurrencia de ejercerlo, enseguida se cansará, porque en realidad no tiene ninguna herramienta para ejercer el mando. Todas las decisiones de personal, hasta las más mínimas, están casi siempre muy centralizadas en responsables de muy alto nivel que las aplican de una manera burocrática, es decir sin examinar para nada las circunstancias personales, y aplicando normas que han sido previamente negociadas con los sindicatos, que ya se han preocupado de que sean tan mecánicas e impersonales como sea posible.
 
Por tanto en realidad los que tienen un mando oficial, y quieren mandar, y que se les haga caso, sólo podrán utilizar como herramienta jerárquica sus cualidades de predicación. Como esto les funcionará poco, se cansarán enseguida.
 
En resumen, ahora la ley dice que las instituciones deben hacer público el organigrama, pero la mayoría no lo tienen, y casi todas las que lo tienen lo tienen para hacer bonito, y para pagar los complementos retributivos de mando, pero no es cierto que el organigrama explique cómo funciona de hecho la organización y quién es el auténtico responsable de qué.
 
Puede que con un año de plazo muchas de las que no lo tienen aprueben uno, ya veremos. Lo que no es tan probable es que ni unas ni otras los apliquen y los hagan cumplir. Esto requeriría cambios organizativos que en la gran mayoría de instituciones no tienen ningún precedente.
 
Transparencia sí, pero primero poner orden
 
Por lo tanto está bien la transparencia, pero primero hay que emprender el proyecto de poner orden en las instituciones, y se ha de asumir el coste político y directivo de vencer las resistencias, que las habrá, de todos los que viven mejor sin ejercer responsabilidades, o sin tener encima un mando profesional que ejerza de verdad.
 
Este es un objetivo del siglo diecinueve que ya sería hora que persiguieran nuestras instituciones del siglo veintiuno. Algunas han trabajado y lo han conseguido, porque, contrariamente a lo que mucha gente piensa, no es necesario cambiar las leyes para crear una jerarquía que funcione en las instituciones públicas.
 
Lo que hace falta para poner en marcha una jerarquía que funcione es una voluntad política firme, que es lo que hace falta en general para gobernar en el siglo veintiuno. Y sin jerarquía no se pasará nunca de la baja eficacia ni del bajo rendimiento sistematizados. Esto significa que seguiremos teniendo una presión fiscal propia de un país avanzado pero muchas prestaciones públicas y servicios públicos de baja eficiencia y calidad, además de unos déficits públicos considerables.
 
 
 
 
 

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