"Da igual los controles, si un director general quiere robar, roba"

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Por qué existe tanta corrupción en España, como podría solucionarse y por qué no es probable que suceda

Por Albert Calderó

Manuel Chaves, ex vicepresidente del Gobierno de España, expresidente de la Junta de Andalucía y expresidente del PSOE, hizo hace poco las declaraciones que sirven de titular de este artículo (La Vanguardia, 22.10.2013) para eludir su responsabilidad por el caso de los ERE de Andalucía.
 
Es de agradecer que alguien que ha ocupado tantos años tan altas responsabilidades tenga este arranque de sinceridad, aunque sea para exculparse. 
 
Porque tiene razón.
 
En nuestra administración pública hay muchos controles. Para empezar, cada unidad administrativa estatal o autonómica y cada ayuntamiento o entidad local tienen su interventor. Con amplias atribuciones para revisarlo todo y fiscalizar. Se llama fiscalizar a un trámite por el que pasa innumerables veces hasta el más trivial procedimiento administrativo, consistente en que el interventor estudia el expediente para advertir alguna ilegalidad o irregularidad. Cada operación de fiscalización supone varios días de detención del trámite, y en cada operación el interventor puede decidir que hay alguna irregularidad confrontando lo que pretende conseguir el expediente con su particular interpretación de la inmensidad del universo de la normativa vigente, la cual crece en España a razón de 100.000 páginas anuales. 
 
Cada vez que el interventor considera que hay alguna irregularidad se inicia un churrigueresco proceso de negociación entre el interventor y los técnicos, los cargos administrativos y los responsables políticos del asunto, que puede durar meses, en el que, dependiendo de los talantes, de los talentos, de los humores y de los estados de ánimo de unos y otros, se llega a una conclusión, u otra, o no se llega a ningún sitio...  A menudo el tema se agota cuando ha pasado tanto tiempo que todo el procedimiento se vuelve inútil, porque el objetivo inicial de la tramitación ha caducado, se ha vuelto inalcanzable. Y ni siquiera sirve como precedente para el futuro, porque cuando se produzca otro caso similar puede que haya cambiado la norma, o puede que haya cambiado el interventor, o puede que haya cambiado la personal interpretación de la norma por parte del interventor. 
 
Y no se acaban aquí los controles. Las decisiones de los órganos inferiores pasan a los superiores, donde se reinician los controles. Las decisiones de los Ayuntamientos son revisadas por nuevos controladores de la delegación del gobierno estatal y también al mismo tiempo por otros controladores de la administración autonómica, ambos con amplios poderes para cuestionar o paralizar el proceso. Y luego llegan los Tribunales de Cuentas, las Oficinas Antifraude, la Fiscalía Anticorrupción, los Defensores del Pueblo… etc, etc… Mil controles.
 
El resultado es que cualquier actuación grande, pequeña o minúscula de cualquier administración pública española es un calvario interminable de sinsabores burocráticos, de interrupciones imprevistas, de obstáculos inimaginables, de negociaciones agotadoras, en el que a menudo lo que menos cuenta es la trascendencia material de lo que está en discusión. 
 
Eso sí, todo sucede en los despachos. En teoría los interventores y demás fiscalizadores tienen la obligación de fiscalizar si materialmente ha sucedido lo que dicen los papeles que ha sucedido, pero nunca tienen tiempo, porque están colapsados por las ingentes tareas antes descritas, leyendo y escribiendo papeles, o, con alarde de modernidad, pegados a la pantalla del ordenador gestionando la información electrónica equivalente... 
 
Y, con tanto control y más control, ¿Cómo es posible que el que quiere robar, robe? Muy sencillo.
 
El que quiere robar se limita a organizar la disociación entre lo que dicen los papeles y lo que sucede en realidad. Todos los controladores están tan obsesionados en el control a través del papeleo que con esta disociación se pueden montar desfalcos espectaculares durante años sin que nadie los perciba. 
 
Con mucha frecuencia lo que consigue este sistema formalista de control es que, cuando los responsables políticos y administrativos son respetuosos de la ley y del interventor, pierden una enorme cantidad de tiempo y de oportunidades en disquisiciones irrelevantes sobre tiquismiquis legalistas; a la vez, cuando un director general, o un alcalde, decide hacer el gamberro a fondo, y ponerse la ley por montera haciendo trampas a lo bestia, a veces incluso alardeando de ello en público, no hay interventor que le pare. O sea, que muchas veces la intervención obstaculiza, inmoviliza y desmoraliza a quienes intentan hacer las cosas bien, y al mismo tiempo es totalmente inútil para parar los pies a los verdaderos delincuentes, que, como dice expresivamente Manuel Chaves, si quieren robar, roban. 
 
La crisis podía haber introducido algo de racionalidad en esta aberración, pero ha sucedido lo contrario. Aprovechando el clamor popular contra la corrupción, y también la cruzada del gobierno central contra autonomías y ayuntamientos manirrotos, los interventores se han puesto las pilas y han acrecentado si cabe su celo fiscalizador. El Ministro de Hacienda está actuando como un eficaz líder de esta aparente cruzada anticorrupción, poniendo deberes a los interventores cada vez más complejos y con plazos cada vez más breves, y con consecuencias cada vez más graves para la desafortunada institución que no los cumplimentare. Esto llega a ser sangrante en los ayuntamientos: los ayuntamientos pagan (y muy generosamente por si acaso) a los interventores; pero Hacienda les pone los deberes y les dice como hacerlos, y cada vez les pone más deberes,  más minuciosos y con plazos más cortos. Los ayuntamientos pagan y Montoro manda. Y con la nueva ley de régimen local será mucho peor. La tarea primordial de los Ayuntamientos será echar instancias al Ministerio, a la Diputación y a la autonomía, pidiendo permiso para esto y lo otro. Pero todo papel. Papel va, papel viene, o electrones para allá y para acá. Y los que quieran robar seguirán robando. 
 
Que tengamos este sistema aparentemente absurdo que castiga a los buenos gestores y facilita a la vez la delincuencia no es gratuito ni casual. Del mismo modo que en la genética de nuestras administraciones públicas existe la cultura del control formal y formalista, existe también la cultura de que (por una buena causa) se le pueden hacer trampas a los controles. Si hay acuerdo ideológico y político entre la autoridad controlada y la autoridad controladora, hay permiso para hacer trampas. La fórmula incluso tiene un nombre, se llama “vestir el muñeco”. Se llama vestir el muñeco a una operación burocrática consistente en organizar un papeleo aparentemente legal que oculta una realidad desvergonzadamente ilegal. 
 
Esta operación tiene también aforismo, se lo oí a un veterano general del ejército español que lo recitaba con gran solemnidad: “A los amigos, les doy puros; a los enemigos, les doy por el culo; y a los indiferentes, les aplico la legislación vigente”. O sea, la ley no es igual para todos: para los amigos dice una cosa, para los enemigos otra, y para los indiferentes una tercera. Lo hemos heredado del franquismo, que en toda la segunda mitad de su larga trayectoria predicó con gran contundencia que era “un estado de derecho”: Se predica una cosa y se practica otra. 
 
Por tanto erradicar la corrupción en España, y además al mismo tiempo multiplicar la eficacia de las administraciones, incluso ahorrando mucho dinero, sería muy sencillo. Bastaría con eliminar de un plumazo (mejor dicho, con una ley) todos estos controles farragosos e inútiles, y sustituirlos por un único sistema de control basado en una autoridad independiente, con supervisión parlamentaria. Sus funciones no deberían ser de control procedimental sino auditoras, mediante inspecciones y muestreos aleatorios, de todas las administraciones. Debería actuar con un sistema muy codificado y objetivo de control, de modo que cada auditor no inventara cómo actuar sino que aplicara protocolos y manuales precisos y estrictos. 
 
También es muy sencillo entender por qué esto no es probable que suceda. Demasiados poderes burocráticos, controlados y controladores, y demasiados poderes políticos muy emparentados con los poderes burocráticos viven muy bien y muy tranquilos con el sistema vigente. Por desgracia el que quiera robar podrá seguir robando.
 
 
 

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